Cannes 2014. Día 12.

Último día en Cannes, con todas las premiaciones ya conocidas, segunda jornada de repeticiones (cosa inhabitual, que se explica por las elecciones para el parlamento europeo y la adecuación de la grilla a dicha circunstancia). Imbuido de un ánimo nada amigable en razón de los aludidos premios, me acerco a las salas, ya mucho más despobladas, sin colas previas, para ver si Foxcatcher y Turist, reconocidas en la sección oficial y Un certain regard, respeectivamente, me demuestran que en realidad los premios no estuvieron tan mal.

¿Para qué estirar el suspenso? La respuesta es NO.

Foxcatcher, dirigida por Bennett-Moneyball-Miller (sí, el director de esa película tan interesante que en argentina se vio con el horrible título de El juego de la fortuna) es de  esas produccioness que suelen gustar mucho para los Oscar. En la historia del excéntrico millonario que se acerca al mundo de la lucha libre en la década del 80 tenemos el basamento en una historia pretendidamente real, un protagonista con toques rainmanianos para cuya  composición Steve Carell tuvo que someterse al maquillaje necesario para aumentar en muchos años la apariencia de su edad y (¡fundamental para los premios!) portar enorme narizota sobre su habitual rostro. La idea interesante que en Moneyball importaba ver al Baseball como otra cosa, al poner el acento en la matemática del asunto, aquí es trocada por la relación entre la lucha libre y el psicologismo más pedorro, lineal y básico. En fin, si el foco no está en el deporte, deberíamos tener personajes muy interesantes, pero sólo tenemos machiettas en el caso del citado Steve Carell y del luchador que compone Channing Tatum. Algo más de complejidad y profundidad tiene el personaje del hermano de este último, también luchador, que interpreta Mark Ruffalo.

Y lo cierto es que por esta película, mucho más cercana a Capote (2005) que a la citada Moneyball (2011), Miller se llevó el premio a la mejor dirección. Claro, siempre hay que dar algún premio  a producciones norteamericanas y este año, mucho más oscarizado que  de costumbre, no podía ser de otro modo. La ceremonia de premiación, cada vez más parecida a la que tiene lugar en Los Ángeles, dio a conocer la decisión de un jurado que intentó conformar a todos. A quienes reclamaban «algo» para Godard, el premio del jurado para Adieu au langage; claro que compartido con la insufrible Mommy de Xavier Dolan. ¡Que lindo que estén juntitos los enfants terribles! El viejo gruñón y el adolescente rebelde que dice no haber visto más de dos películas del realizador de El desprecio en su vida. Digan que queda lejos, sino no me perdía el encuentro de Dolan y Godard en el living de Susana (o en el de Oprah, para estar a tono con este año).

De los premios de la competencia oficial, se entiende  el de Timothy Spall, que en la soporífera Mr. Turner se acerca a un personaje conocido e importa la relevancia que tiene la pintura (ya  lo sabemos, un arte mayor, no como el cine). De manual. Menos comprensible es el de Julianne Moore por Maps to the stars, una película que disfruté aunque posiblemente sea de las menos logradas del gran David Cronenberg. Julianne Moore compone a una estrella histérica de manera particularmente excesiva y chata, casi como una imitación de tintes televisivos. Resulta efectivamente muy cómica, pero no deja de llamar la atención que decida reconocerla por esto (Marion Cotillard, en Deux jours, un nuit, de los hermanos Dardenne, en lo personal, hubiera sido una decisión más atinada, y tampoco  complicaba demasiado el escenario del jurado en su intención de contentar a todos).

El premio al guión fue para la solemne Leviathan. Y el gran premio del jurado para la italiana Le meraviglie, muy disfrutable, como ya lo hemos dicho  en esta cobertura (es más, crece con el tiempo), sobre todo por el trabajo de los  chicos,  en particular de quien compone a una (otra) inolvidable Gelsomina. Por su parte, la Cámara de oro (que reconoce a la mejor opera prima presentada en cualquiera de las secciones) fue para Party  girl, que sigue a su protagonista, de cabaretera a intentar re-inventarse como esposa y madre de familia. No es que estas decisiones sean absolutamente erradas o incomprensibles. Es que uno a Cannes le pide otra cosa. Una gran película. Alguna propuesta. Algo de riesgo. El conjunto de los premios, incluso, es mejor que el conjunto de lo seleccionado. El problema más importante parece haber estado en la curadoría de la competencia oficial, no creo que se trate de un problema del cine del presente. El problema es que lo  que  no  se nota es qué ideas tiene Cannes sobre ese cine. A veces, con la intención de contentar a todo el mundo se termina desilusionando a todos por partes iguales.

Pero estábamos con la recuperación de las películas perdidas. Y así pasamos a Un certai regard. Veo Turist, película sueca reconocida con el Premio del  Jurado. Una familia tipo (padre, madre, hijo varón, hija mujer) de vacaciones en un complejo invernal para esquiar, vive la experiencia límite de quedar sometida a una avalancha (o creer, al menos, que eso es lo que estaba ocurriendo; el título en francés, Force majeur, es mucho más sugerente). El asunto es que el padre de familia, ante tal circunstancia, toma su Ipod y sale corriendo. Cuando todos advierten que no había pasado  nada terrible, que todos siguen vivos, ya nada volverá a ser lo mismo. La buena idea del principio no mantiene luego el interés en lo que no deja de ser una mirada (otra) sobre la descomposición de la familia. Nada nuevo bajo la nieve…

Y lo cierto es que  ese fue el premio más tolerable del jurado presidido por Pablo Trapero. El premio mayor para White God resulta inexplicable, cuando allí estaban Jauja de Lisandro Alonso y hasta Bird people, de Pascale Ferran, si se pretendía ser menos radical. White god es una película que pronto olvidaremos, y  que si alguien recuerda será, al modo de Chatrán, porque era «la de los perros». La falta de ideas y compromiso llevó también a reconocer a un (¿todavía?) «grande» o «figura», Wim Wenders,  por la ciertamente correcta pero muy publicitaria en sus formas The salt of earth (en la que el alemán «descubre» al fotógrafo  brasileño Ribeiro Salgado) y perder la chaveta con el ánimo de demostrar corrección política al premiar como actooor a David Gulplil, por la insufrible Charlie’s country (aborigen australiano decidiendo  desconocer las reglas de los blancos y siguiendo la de sus mayores, garpa).

La última película que veo esta edición del festival sirve bien para explicar su impronta. Lost river, de Ryan Gosling. Para intentar una copia de Nicolas Winding Refn hay que estar mal y entender poco de cine. Peor están quienes citaron a Lynch al hacer la crítica de esta película. Pretenciosa y vacía, la película confunde desprolijidad, vaguedad y mala utilización de las herramientas cinematográficas con profundidad, surrealismo y riesgo formal. Es claro que Lost river se caracteriza por lo primero y no por esto último. Pero esta parece ser la nueva impronta; cada vez que una estrellita de Hollywood (si es un/a carilindo/a, mejor) decida hacer una película, en Canes tiene su premier garantizada.

Ya lo dijimos antes, Cannes siempre fue un monstruo multiforme. En él entran y conviven varios festivales. El asunto es que el costado de los negocios, el escándalo y el pretendido glamour cada vez le parecen estar dejando menos espacio al cine. Esperemos que la 68ª sea la edición en que esta tendencia comience a cambiar.

Fernando E. Juan Lima

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