La película de apertura, Moonrise Kingdom venía precedida de críticas no demasiado entusiastas y, por lo que he escuchado, parece haber dejado a algunos con sabor a poco, a reiteración, a agotamiento. Debo decir que no me encuentro entre esos detractores, ya que el último opus de Wes Anderson (de quien hace poco pudimos disfrutar como corresponde, en el cine, Bottle Rocket en el último BAFICI) es la elección perfecta para dar comienzo a la Selección de la Competencia Oficial. La apertura, antes de los títulos, es hermosa, cruzando como siempre con maestría música y diseño, observación, ironía y cariño. Bastan los primeros minutos para entrar en código con ese universo en el que la mirada infantil convive con (y sobrevive a) la adultez con una naturalidad que transforma todos los objetos, relaciones, sentimientos y pensamientos. Aquí Suzy es una niña de familia acomodada (crisis existencial incluida, como corresponde a los personajes de W. A.) que se enamora y huye con su amante, Sam. Ellos tienen 12 años, él es boy scout, ella mira el mundo a través de unos binoculares, y ambos tienen una seguridad y una certeza de lo que quieren, una unívoca percepción y decisión como sólo se puede tener a esa edad. Me corrijo: como sólo se puede tener a esa edad en el mundo de W.A. (del personaje de la hermana de Luke Wilson en la citada Bottle Rocket al algo mayor protagonista de Rushmore). En Moonrise Kingdom viven Bruce Willis, Edward Norton, nuestro amado Bill Murray, Frances MacDormand, Jason Schwartzman, Tilda Swinton… pero el foco está puesto especialmente en la joven pareja interpretada por Kara Hayward y Jared Gilman, perfecta decisión de casting. La historia de amor convence y emociona, como resultan entrañables los clásicos personajes adolescentes de W.A. La construcción del artificio resulta expuesta al punto de hacer parecer naturalista la mirada de Los excéntricos Tenembaum, llegando a algo parecido a Fantastic Mr. Fox pero con actores de carne y hueso. Contra lo que pueda pensarse, no estamos ante una mera “película de diseño”; la concepción y el diseño de arte no constituyen un mero regodeo formal, sino que conforman y dan carnadura a un mundo y a unos personajes que no es necesario que expresen en palabras lo que sienten para que los comprendamos (así como es claro el cariño que hacia ellos tiene el director). En fin, un Wes Anderson desatado, que se afirma en su estilo, que da una nueva vuelta de tuerca a lo que es su marca de fábrica, para acercarnos su particular mundo, dejándonos una bellísima película. Una de esas películas que nos dibujan una sonrisa en la cara con solo evocarlas.
El día del inicio parece que el Festival no arranca todavía del todo. O el que no arranca es uno, jet lag mediante (que hace que las grillas y catálogos de la enorme cantidad de películas en las distintas secciones parezcan por momentos una planilla Excel en mandarín). Pero la elección, el destino o la falta de reflejos me llevaron a un doble programa de documentales-sobre-directores-importantes. Estoy hablando de Woody Allen: a documentary, de Robert Weide y Roman Polanski: a film memoir, de Laurent Bouzereau. La primera no deja de ser una película documental bastante cuadrada, básica, interesante por algunos testimonios de Woody Allen, por la recuperación de algunas escenas de sus inicios y su pasaje por distintos programas de televisión y, sobre todo, porque ver en conjunto segmentos de toda su obra nos permite poner en duda cierta moda reciente de identificarlo como un director menor, prescindible, cuando no el paradigma de todo lo malo y pretencioso que puede tener el cine de autor (aun cuando, cabe decirlo, alguna película fruto de su tour europeo justifique ese mote). ¡Ah, y la aparición de don Diego Batlle en una escena! La segunda ni siquiera califica para mayores profundidades. Con una vida tan rica (en el peor y en el mejor de los sentidos) parece mentira esta especie de extra para edición en DVD que se queda en el rito celebratorio, música insufrible incluida (a cargo de Alexandre Desplat), y que hace honor a la elección que el propio Polanski hace de la película que llevaría a su tumba: El pianista. ¡Y lo dice en el sentido de la elección de su mejor película!
Por suerte, en los momentos de duda y de cansancio, cuando las opciones se desvanecen, allí está el Mercado que tiene lugar en Cannes coetáneamente con el Festival. En pequeñas salas que semejan un hormiguero existe una oferta de decenas de películas en cualquier horario que se muestran para ser vistas por eventuales compradores… y algún colado de la prensa (cuando queda lugar y no molesta demasiado que a alguien le interese ver la película en cuestión mientras el resto la mira durante unos cinco minutos y se va, o atiende el celular, ya que parece que es así como se decide comprar y distribuir un film). Y allí estaba Flying swords of Dragon Gate, de Tsui Hark, que aún menor, y con el exceso digital que parece caracterizar sus últimas producciones (recuerdo Detective Dee and the mistery of the Phantom Flame, vista en el Festival de Sitges de 2010), resulta un disfrute para los amantes de la acción y las artes marciales, en un 3D especialmente festivo, utilizado como atracción de feria, lanzando flechas, dagas y patadas al entrecejo de los espectadores. Y la presencia de un Jet Li algo mayor y más reposado, al que sin embargo nos gusta encontrar de vez en cuando.
Por último, hay que quedar bien con el tercer mundo. Y para apaciguar conciencias contaminadas por oscuros pasados coloniales, allí está Baad el Mawkeaa (After the battle), película egipcia dirigida por Yousry Nasrallah que aborda el tema de la caída de Moubarak, los incidentes previos y la vida después de la “revolución”. Ello a través de la historia que une un trabajador que se gana la vida en la zona de las pirámides en El Cairo, su familia, y una trabajadora social de clase media que concientiza y redime a los pobres de toda pobreza que apoyaron el régimen por ignorancia o por costumbre, y así… En fin, que mañana será otro día. Hasta entonces. Fernando E. Juan Lima