Argentina, 2016, 65′
La ciudad de Crespo tiene varios monumentos que la representan: una avioneta sostenida en el aire, unas estatuas germanas semidesnudas, un castillo gigante y unos pollos que custodian la decorosa entrada que, por supuesto, es un arco. Sí, unos pollos, porque estamos hablando de la capital nacional de la avicultura. En esa ciudad entrerriana, Eduardo Alberto Crespo, padre del director, decide vivir y formar una familia. Veterinario y scout, no tiene relación con el fundador del lugar pero pronto se convierte en una especie ciudadano ilustre e incluso llega a escribir la canción más representativa de la ciudad.
El plan inicial de Eduardo Crespo era registrar a su padre reconstruyendo la historia de la avicultura en la región. Y así, casi inevitablemente, derivar en un documental sobre su relación con él, la ciudad y la avicultura. Pero su padre muere repentinamente, y con él, esa película.
Crespo director, ahora habitante de Villa Crespo, regresa a su ciudad y se pregunta -explícitamente- cómo continuar, porque tiene un impedimento inevitable: su padre ya no está, esas imágenes no van a imprimirse y tienen que emerger desde otro lado.
Siempre bienvenido, generalmente en silencio y con prudente distancia, comienza a cruzarse con gente del lugar e introducirse en sus espacios. Conoce a Mali Seri, un hombre algo excéntrico, amante de la naturaleza, fotógrafo de joven e hijo de un ex intendente de Crespo. Con Mali comparten algo más que la ciudad: la ausencia de padre.
Crespo ve la posibilidad de una punta para arrancar a trabajar y decide acompañarlo de cerca. Porque la memoria, como el montaje de la película, tiende a dispersarse o detenerse en detalles que en apariencia son innecesarios. Así, se pasa del sonido casi insoportable de los pollos en un criadero local, a los vinilos del padre, a un coro de adultos senior cantando la canción de Crespo o a la historia del padre de otra persona.
No aparece nada negativo, oscuro o vil en Crespo (La continuidad de la memoria). No es por ingenuidad, conveniencia o ceguera. Es simplemente lo que el lugar tiene para ofrecer: Mali y un trabajo casi museístico con su historia paterna; un fotógrafo de tumbas con el afán de documentar el paso de la gente por el mundo; la madre y la familia de Crespo; los pollitos. Hay algo de pureza infantil en la película que más tarde se traduce en honestidad para hacerse cargo de las implicancias del olvido y de la imposibilidad de registro.
La memoria no tiene por qué tener esa carga pesada y solemne, muchas veces se presenta como algo azaroso, incierto, ligado a cosas tan dispares como un encendedor viejo que guardaba tu padre en su cajón, un monumento en una plaza, un cancionero scout, un sello de oficina. Lucía Ferreyra