A raíz de la votación de la revista Sight & Sound, que consagró a Vértigo como la mejor película de la historia, recordamos esta nota de Javier Porta Fouz, publicada en la versión impresa de El Amante de agosto de 2009 con motivo del estreno de Rescate en el metro 123.
1. La pregunta del título podría ampliarse: ¿por qué a los cinéfilos autoristas les gusta tanto Vértigo? E incluso podría ampliarse un poco más: ¿por qué a los cinéfilos obsesivamente autoristas les gusta tanto Vértigo? La palabra clave en todo esto no es “cinéfilo”, ni tampoco “autorista”. La palabra clave es el adverbio de modo obsesivamente. O el sustantivo obsesión. O el adjetivo obsesivo. El cinéfilo es un obsesivo. Es más, le gusta ser un obsesivo, regodearse en ese estado. Y Vértigo es una película obsesiva sobre una obsesión. Es una película sobre alguien que no quiere moverse, es alguien fijado en una obsesión, pero lamentablemente sin tango. Vértigo es tal vez la película más enferma de Hitchcock, sobre un personaje enfermo. Vértigo –una película que me gusta menos que por lo menos otras diez de Hitchcock– es un relato lleno de obsesiones, culpas, religión, monjas, ojos desencajados de Jimmy Stewart. Una gran película, ciertamente, pero una película terriblemente dañina para la tendencia a la obsesión del cinéfilo. El canon hitchcockiano y, sobre todo, la crítica y la cinefilia serían distintos –más soleados– si la película más mentada de Hitchcock fuera otra, una distinta a la obsesiva y obsesionante Vértigo. Vértigo es falopa –el término es de Vieytes– para los cinéfilos obsesivos que buscan romanticismo ahogado, fijado, petrificado.
2. Frente a Deja Vu, una película dirigida por Tony Scott en 2006 que reelaboraba temas de Vértigo y que hacía sentir la presencia de la obsesiva y obsesionante película de Hitchcock, varios críticos entraron, saltaron, estallaron en éxtasis. Por ejemplo, Christoph Huber y Mark Peranson escribieron un celebratorio artículo a cuatro manos llamado “World Out of Order: Tony Scott’s Vertigo”, que se publicó en la muy buena revista canadiense Cinema Scope. Había llegado el momento de cambiar de categoría a Tony Scott. Los cinéfilos, hasta Deja Vu, se habían conformado, ante cada mención de Tony Scott, con repetir la gastada frase “Tony Scott, mucho más interesante que su hermano Ridley”, dicha para epatar al aficionado-al-cine-sci-fi-nerd- pero-que-realmente-no-manya-de-cine que cree que Blade Runner es la más grande creación humana luego del helado. Pero los cinéfilos iban por más: con Deja Vu había llegado el momento que obsesiona a la cinefilia obsesiva, autorista y con ínfulas vaticanas. Con Deja Vu, una película con una gran secuencia (la de los dos tiempos en pantalla dividida), Tony Scott hacía su propia Vértigo, y había entonces que canonizarlo como autor. El irregular Tony Scott, el director de Enemigo público y de True Romance, pero también de El fanático (una mala película sobre un obsesivo), Hombre en llamas y Juego de espías, tenía ahora la más alta credencial del santoral cinéfilo. Era probable entonces que, aunque su cine muriera o cayera en algunos de sus acostumbrados agujeros negros y tecno, los cinéfilos necrófilos y autoristas se quedaran fijados en Deja Vu y defendieran la nueva película de Tony Scott.
3. Y llegó Rescate en el metro 1 2 3, que tenía como destino el de ser defendida por los cinéfilos obsesivos autoristas. Como se dijo, Scott (Tony) ya había sido elevado al olimpo autoral, al santoral cinéfilo; las estampitas ya estaban impresas y no era cuestión de quemarlas. Los guiños de Scott a Hitchcock, el autor central de la batalla autorista de los años cincuenta, y a su película más obsesiva no habían sido en vano. Rescate del metro 1 2 3 es nueva y también es vieja (pero a lo de vieja vamos más adelante). Es nueva, o parece nueva, porque Scott se preocupa todo el tiempo porque parezca nueva, con un montaje que “funde a flash” cada pocos segundos, con planos inestables al estilo videoclip de U2 en la etapa de Zooropa, con el supuesto nervio actual que le agrega el show de morisquetas malvadas de Travolta. Con todo eso y algunas otras mariconadas tecnofashion, Scott cree estar, otra vez, logrando vértigo. Pero esta vez confunde gordura con hinchazón. Y confunde gordura con actuación. Denzel Washington engordó muchos kilos para el papel. ¿Para qué? ¿Para que le costara correr? ¿Para que respirara un poco más pesadamente? ¿Para que tuviera dos franjas más de piel en la papada? Scott tal vez crea que “humaniza” al héroe si a éste le cuesta correr. Sin embargo, deshumaniza toda la película, y no sólo por los abusos de chiches tecnofílicos. Hay un problema más grave, pero ya tenemos que hablar de por qué Rescate del metro 1 2 3 es vieja.
4. Rescate del metro 1 2 3 es vieja porque todo su look ultratecno envejecerá muy pronto (de la misma manera que envejeció rápidamente el citado disco Zooropa, sus clips y otros satélites). Y algunos dicen que Rescate del metro 1 2 3 es un poco vieja porque es una remake de una película vieja. ¿Vieja? Bueno, existe la “versión original” de 1974 de Joseph Sargent: La captura del Pelham 1-2-3 (así se llamó acá en el momento de su estreno) tiene 35 años y realmente no está bien llamarla vieja, porque se impone como imperecedera. La película de Sargent era rítmica mediante diálogos austeros y certeros; no abusaba de la acción (comparar la carrera contra el tiempo del coche y las motos en una y otra), los movimientos no se estiraban (comparar los “duelos finales” de ambas). La rusticidad en el trato y en el ambiente nos devolvía y nos devuelve aún hoy un mundo cercano, actual por convicción y no por el modelo de los coches o por la presencia de celulares y wi-fi. Ver hoy La captura del Pelham 1-2-3 es ver una película reposada y a la vez ultra vibrante: en esa aparente paradoja, en la comunión del clasicismo y el ojo puesto en la realidad con menos adornos, estaban algunas de las causas de los frecuentes triunfos del cine de los setenta.
5. Si se le presta atención a la ubicación de la cámara en la película de 1974, se verá que ésta suele estar en los hipotéticos ojos de un hombre sentado. La captura del Pelham 1-2-3 era, al fin y al cabo, una película que transcurría mayormente en oficinas, y/o con gente sentada. La acción transcurría cerca del suelo, con los pies bien plantados. En la película de Scott, la cámara se revolea, y por momentos las imágenes parecen filmadas desde el Google Earth. El vértigo a cualquier costo nos deja –no tan paradójicamente– más bien tranquilos, sedados, bostezando con tecnotedio. Si muchas cosas que se revolean no generan necesariamente vértigo, muchos kilos puestos para una película no generan actuación y, sobre todo, no generan personaje. Porque no sólo hay kilos puestos como mochila delantera para el funcionario interpretado por Denzel Washington. Tanto él como el secuestrador que interpreta Travolta tienen además una “mochila profunda” cargada de algún pasado traumático que explica por qué hacen lo que hacen. Los personajes de Walter Matthau y Robert Shaw de la versión de los setenta apenas gruñían caballerosamente, y no iban a andar contando demasiado de su pasado. Es ejemplar que entre lo poco que dice el malvado Shaw haya un apunte de cómo –siendo mercenario– empezó a tener gustos caros; una elegante manera de decirnos que lo que vamos a obtener de ese personaje es su presente y muy poco más.
6. Mientras miro ahora a Washington, un buen actor al que en esta película se le nota demasiado el esfuerzo y la infeliz idea de la gordura, imagino el momento en el que alguien tuvo la feliz idea de que Matthau usara una corbata amarilla para su papel: el amarillo y la jeta de Matthau –definitivamente eso no es una cara– llevan la idea de presencia cinematográfica a una altura difícil de igualar. Y comparo más: el duelo intelectual de Matthau-Shaw se ha convertido ahora en un histeriqueo psicoanalítico, o en una conversación de peluquería, entre los corpulentos Washington y Travolta; los pocos tiros de la original dan lugar ahora a una danza macabra para matar a los dos secuestradores con cara de refugiados (o de refugiados paródicos). Bueno, y podríamos seguir con la bobada de la “corrupción” del personaje de Washington, o con la música que ablanda la conversación entre Washington y su mujer, ya de por sí blanda y líquida, alrededor del “galón de leche” (oh, se habla de cotidianidad en medio de una situación excepcional como la que vive el protagonista, ¿entienden, espectadores?), o con las pavadas verbales –especialmente las del helicóptero– que suelta el fatídico mediador interpretado por John Turturro. O con las plúmbeas referencias religiosas que seguramente agregó el peligroso guionista de doble filo Brian Helgeland (Los Ángeles al desnudo, Río místico, Hombre en llamas). O con un penoso ejemplo de la comparsa políticamente correcta y a la vez correctamente patriótica: un marine negro que se sacrifica por una madre (de un niño) y esposa (de otro marine). Scott y Helgeland apuestan al realismo adiposo con los kilos extra de Denzel Washington, pero no logran la fórmula del realismo modesto, seco, crispado de los diálogos de la versión de 1974, con guión de Peter Stone. Tampoco tienen idea de cómo se podía ser respetuoso y sobrio mediante lo que hoy se ve como incorrección política. Y se embarran en la misoginia más estúpida, con la innecesaria chica demasiado tonta de la cámara web, encajada sólo para tener algo más de supuesta tensión tecnoboba y de guión “sofisticado”.
7. Sí, en esta crítica hemos comparado la película de 1974 con su remake de 2009. La etiqueta de la cinefilia dice que no está bien hacer esas comparaciones (de paso, otra comparación: la remake decimos en Argentina; el remake dicen en España). Pero, por un lado, el propio Scott nos pide que comparemos, al usar –como hacía Sargent– un plano congelado al final: Washington congelado en un momento absurdo, Matthau congelado en el momento y en el gesto justos. Y por otro lado, como habrán visto, este texto intenta tirar la etiqueta cinéfila por la ventana, para ver si se airea un poco. Y de paso, para saber si tiene vértigo.
Javier Porta Fouz