65° Berlinale (JP)

En cualquier crónica de un festival hay que considerar dos fases. La primera es anterior al propio festival y corresponde al anuncio de su programa. Esta fase se sustenta en las expectativas, en los nombres conocidos, en la promesa de un selección llena de eventos. La segunda es la del comentario de las propias películas, una vez vistas e más allá de quienes las firman. Pero un festival ha de asegurarse la atención mediática y para eso precisa que su programación esté asociada a los grandes nombres, aquellos que pueden hacer que un periodista, un productor o distribuidor se desplacen cientos o miles de kilómetros o que un simple aficionado compre una entrada. El estreno mundial de una nueva película de Werner Herzog, una ficción aparentemente ambiciosa en lo comercial, protagonizada por Nicole Kidman, es uno de esos atractivos que un festival como la Berlinale anuncia con orgullo. Herzog, Malick, Panahi, Guzmán, German Jr., Greenaway, son nombres que, independientemente de lo que cada uno piense de cada uno de ellos, de las esperanzas fundadas o infundadas que se puedan tener, contribuyen a despertar cierta expectación: es Berlín y se presupone que hay unos criterios estrictos de selección. Esos mismos nombres en San Sebastián o Karlovy-Vary despertarían ciertas sospechas; son nuestros prejuicios, pues se supone que una película de un cineasta prestigioso que se estrena en un festival importante pero, digamos, de segunda fila ha de ser una película fallida. De no ser así, esa película se hubiese estrenado en Cannes, Venecia o Berlín. Sin embargo, esa lógica no siempre se impone. En mi opinión, una de las mejores películas de 2014 fue Phoenix de Christian Petzold, que se vio a concurso en San Sebastián luego de que, por lo que se rumorea, fuese rechazada por Cannes y Venecia.

Puede ocurrir que esa nueva película de Werner Herzog, Queen of the Desert, biopic de Gertrude Bell, una suerte de Lawrence de Arabia femenina, deje tan desconcertado como perplejo al público que intenta buscar algún rasgo que identifique a su director y guionista. Con voluntad, en su primera mitad es posible reconocer algún comentario irónico (el casting de Robert Pattinson para interpretar a T.E. Lawrence), pero por lo demás Herzog termina sepultado entre las arenas del desierto, sin que se sepa muy bien qué pretendía con esta absurda producción. Es más, Queen of the Desert se presenta ya el segundo día de competición y el festival malgasta una de sus balas. Tres horas antes se ha estrenado también Taxi, la nueva película rodada en clandestinidad (o sin autorización, pues la película tiene poco de clandestina) por Jafar Panahi. Uno puede solidarizarse hasta el infinito con el ciudadano Panahi, pero el cineasta ha levantado otro monumento a la autocomplacencia, una película que imita al Kiarostami de Ten pero que se olvida de su rigor. La acción se desarrolla en un taxi que, al cabo de cinco minutos, sabemos que está conducido por el propio Panahi. La primera impresión es que la película se sostendrá sobre una única posición de cámara y con planos fijos, pero Panahi se cansa pronto y comienza a cortar e incluso acaba introduciendo una segunda cámara, la de su sobrina, una niña que cita las primeras películas de su tío y se convierte en la autentica estrella de la función. Puede pensarse entonces que la Berlinale ha malgastado su segunda bala, pero, para sorpresa de quien esto firma, la ligereza de Taxi (y, reconozcámoslo, la situación personal de Panahi) agrada a mucha gente (el panel de críticos de Screen International la puntúa altísimo, los críticos le conceden el Fipresci) y la película acaba ganado el Oso de Oro.

Creo que en un festival mínimamente serio Taxi sería programada en una sección fuera de concurso, en atención al nombre de su director, y sería lanzada como bonus track de algún película de Panahi (más que Ten, el referente de Taxi parece Ten on Ten). Pero esto nos lleva a otra reflexión. En su conjunto, esta Berlinale me ha parecido muy floja. De su sección oficial competitiva apenas salvaría tres películas (no las vi todas, aviso, me perdí las de Coixet, Dresen y Szumowska) y la sensación de decepción, de promesas incumplidas, era patente, al menos entre la prensa. Lo que no impidió que algunas películas alcanzasen cierto consenso, como por ejemplo las dos chilenas (El club y El botón de nácar, que no se encuentran entre esas tres que yo salvaría) o 45 Years, un telefilm británico con dos actores ciertamente magníficos, Charlotte Rampling y Tom Courtenay, que acabarían llevándose los premios de interpretación. Terminado el festival, con un palmarés que siendo benévolos habría que calificar de conservador y un tanto pastelero, los comentarios negativos van atenuándose y pareciera que todo el mundo estaba contento; los premios, en definitiva, habían destacado a una serie de películas cómodas y, como suele decirse en la industria, marketable (mis tres favoritas lo serían menos; la ganadora del año pasado, la china Black Coal, Thin Ice, era la típica película que solo podía generar titulares confusos), algo que en la Berlinale no siempre se da. El ambiente que se respira es de satisfacción, moderada quizás, pero satisfacción al fin y al cabo. Hay que entenderlo: la industria precisa de películas y de un festival como Berlín (y del European Film Market que se celebra en paralelo) han de salir películas que alimenten los mercados en los próximos meses. Un comprador que acude a Berlín ha de regresar a su país con algo entre manos; podrá comprar más o menos, pero el único obstáculo solo puede ser el económico. Nadie va a echarse las manos a la cabeza por una película como Taxi (“¡pero si no es más que un extra de DVD!” o “¡está imitando y devaluando a Kiarostami!”), pues lo más sencillo es ver todo lo que tiene de positivo, lo fácil que puede ser vender una película que hace de sus condiciones políticas de producción (lo que en otras películas sería un hándicap insalvable) su razón de ser.

Entre la crítica es demasiado habitual pecar de ingenuos. Nos escandalizamos cuando una película de Pedro Costa no es seleccionada para Cannes o Venecia sin tener en cuenta que estos festivales siempre antepondrán una como Taxi, precisamente porque es más vendible, más fácil de comercializar. Algo parecido ocurre con la alemana Victoria, de Sebastian Schipper, la historia de una chica española que se ve arrastrada a una serie de peripecias en la noche berlinesa y que su tagline resume a la perfección: “One Girl. One City. One Night. One Take”. Sí, Victoria está rodada en una sola toma, un plano de 135 minutos que es todo un prodigio técnico (premio más que merecido para el DP) pero del que derivan la falta de verosimilitud del guión y ciertas arritmias narrativas (las largas escenas de transición). Pero de no ser por esa toma única, ¿quién hablaría de Victoria? La película de Schipper no carece de virtudes (es bastante más honesta y rigurosa con su propio dispositivo que la de Panahi) pero da la impresión de ser la típica película de festivales, es decir, esa película que durante una semana está en boca de todos pero cuyos atributos (su tour de force) no serán tan fáciles de vender al público de las salas comerciales. No creo que eso importe a la hora de considerar Victoria como uno de los éxitos de esta Berlinale.

Otra ingenuidad es no tener en cuenta estas particularidades a la hora de enjuiciar las películas de las paralelas, que muchas veces encontramos como superiores a las de la oficial. Y casi siempre lo son, pero, lamentablemente, la calidad, la originalidad o el riesgo pueden ser las últimas razones a la hora de seleccionar una película a concurso. Ocurre con los documentales. En la oficial se encontraba El botón de nácar, de Patricio Guzmán, un apenas disimulado remake de Nostalgia de la luz en el que el agua y el mar reemplazan al desierto de Atacama. No se trata ya de que El botón de nácar sea muy inferior a Nostalgia de la luz (para un espectador que no viese esta, la nueva puede parecerle hasta deslumbrante), lo malo es que Guzmán se copia a sí mismo y, haciéndolo, como Panahi, cae en la mayor de las autoindulgencias. También en el pasteleo con el espectador. A una indígena del sur de Chile le está preguntando por las palabras en su lengua nativa que traducen conceptos del vocabulario español, hasta que llega a “dios” y “policía”, palabras que la mujer dice que no existen en su lengua. El público aplaude y celebra la ocurrencia. Guzmán se ha cuidado mucho de preguntarle por “filosofía”, “física”, “literatura”, “ética”, “cine” o tantas otras palabras.

Esta complacencia brilla por su ausencia en una película manifiestamente más incómoda, sobre todo en el corazón de Alemania, Une jeunesse allemande, el documental con el que Jean-Gabriel Périot indaga en las razones por las que la generación alemana que había nacido en el entorno de la Segunda Guerra Mundial radicalizó sus posturas políticas a finales de los años sesenta y se lanzó a la lucha armada (la Fracción del Ejército Rojo). Sirviéndose únicamente de material de archivo contemporáneo de los propios hechos, Une jeunesse allemande es un prodigio didáctico en su exposición de esos orígenes ideológicos (las fascinantes apariciones de Ulrike Meinhof en debates televisivos), pero también de las imágenes que generó, particularmente con los fragmentos de las películas de Holger Meins, estudiante de la escuela de cine de Berlín que se convertiría en uno de los miembros más activos del grupo Baader-Meinhof. A Périot parecen interesarle menos las acciones posteriores del grupo terrorista que esos primeros años, los que anteceden a la clandestinidad, es decir, los años de su actividad pública recogidos por los archivos audiovisuales, de la misma manera que aquellas acciones están supeditadas a la exposición de una ideología.

Los documentales que se sirven únicamente del archivo no son habituales en los grandes festivales (en sus secciones competitivas), pues siempre se precisa de un intermediario, un narrador, una voz en off, unas entrevistas en las que se sostenga de manera inequívoca el discurso que el espectador quiere oír. Todo esto lo facilita El botón de nácar pero es más difícil encontrarlo en títulos como Prison System 4614 (Jan Soldat) o Over the Years (Nikolaus Geyrhalter). La primera, un documental sobre una granja convertida en una especie de Guantánamo para adictos al BDSM, puede ser demasiado provocadora. La segunda es un proyecto que Geyrhalter ha desarrollado a lo largo de diez años y que, después de Boyhood, pareciera que este era el momento más oportuno para lanzarlo y darle la mayor visibilidad. Podría haber estado perfectamente en la competencia (su único obstáculo sería su duración, 188 minutos), pero estaba arrinconado en el Forum, ni siquiera, como la película de Soldat, en Panorama Dokumente. Geyrhalter comienza su película en 2004 en una vieja y anacrónica fábrica textil del norte de Austria que cerrará pocos meses después cuando ya solo contaba con unos pocos trabajadores. A partir de ahí y durante diez años, Over the Years hará un seguimiento de la vida de esos trabajadores, muchos de los cuales no encontrarán una nueva oportunidad laboral en sus vidas. Cada reencuentro de Geyrhalter con sus protagonistas es como un clavo que va apuntalando el ataúd de este mundo que sabemos condenado a la extinción desde el primer momento, pero nada nos ha preparado para el último fragmento, el de 2014, cuando han pasado cinco años desde que el director visitase por última vez a sus personajes. La vejez y la muerte salen a relucir con toda su crudeza y con ellas una sensación de desasosiego. Estamos acostumbrados a que el cine conceda una segunda oportunidad a sus personajes, pero Over the Years nos viene a recordar que la vida no tiene tanta compasión.

Périot, Soldat o Geyrhalter hacen verdadero cine político, el de Guzmán es un documental cuyo tema es la política, la represión de la dictadura chilena (en tiempos, con La batalla de Chile, Guzmán fue un cineasta verdaderamente político). Su complacencia es también la de los programadores del festival, la de la crítica y la del público. Por eso mismo triunfa. Lo más paradójico es que el propio festival en sus distintas secciones propone de forma simultánea ejemplos de un cine en el que la política no es solo una cuestión de temas, sino también de puesta en escena. Con The Look of Silence, presentada con anterioridad en Venecia y Toronto, Joshua Oppenheimer demuestra que se guardaba un as en la manga y que se puede aprender de los errores propios (todo lo que tenía de discutible y exhibicionista The Act of Killing). En el Forum se recuperaban también dos documentales israelís semidesconocidos sobre la Shoah, The 81st Blow (David Bergman, Haim Gouri, Jacques Ehrlich, Miriam Novitch y Zvi Shner, 1975) y Out of the Forest (Limor Pinhasov Ben Yosef y Yaron Kaftori Ben Yosef, 2003). Si el primero, un prototípico documental de archivo que deslumbra cuando, al llegar a las cámaras de gas, a lo irrepresentable, pone la imagen en negro, fue incluso nominado al Oscar al mejor documental en 1976, el segundo no suele ser citado ni en los estudios más rigurosos sobre el tema, pese a ser un complemento perfecto del cine de Claude Lanzmann en la medida que aborda las masacres de Ponary (Lituania), que en Shoah habían quedado en muy segundo plano, con un estilo 100% lanzmanniano.

Que estos dos documentales no formen parte del corpus habitual que define el cine de la Shoah habría que atribuirlo tanto al papel secundario que el cine israelí ocupa en el panorama internacional, como a que el propio género documental aparezca sistemáticamente relegado a las secciones paralelas en la mayoría de los festivales. Y en la Berlinale 2015 se diría que el documental era el único valor seguro: Jia Zhang-ke, un homem de Fenyang (que debe ser la mejor y más inesperada película de Walter Salles), Rabo de Peixe (el director’s cut que Joaquim Pinto y Nuno Leonel han realizado a partir de un documental televisivo sobre un pequeño pueblo de pescadores de las Azores que habían filmado entre 1999 y 2001), Il gesto delle mani (de Francesco Clarici, sobre una fundición de Milán y sobre el proceso de fundición de una escultura de bronce), Exotica, Erotica, etc (un extraño título para un documental de Evangelia Kranioti sobre el tráfico marítimo de contenedores y las mujeres que esperan a los marinos en cada puerto) o Iec Long (en el que João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra da Mata vuelve a Macao y retratan las ruinas de una antigua fábrica de fuegos artificiales).

Como ocurre con Rotterdam, el problema (o, según se mire, la ventaja) de Berlín radica en su gigantismo, todo depende de la suerte que uno tenga en sus elecciones. Seguir la oficial este año decanta la impresión general del lado negativo. En el Forum se puede encontrar de todo, pero es en esta sección en donde ese gigantismo se manifiesta de forma más clara. Entre lo que es estrictamente el Forum y el Forum Expanded se contabilizaban unos 75 programas diferentes.  Es una de las secciones más estimulantes de todos los festivales europeos, aunque este año se haya inaugurado con The Forbidden Room, de Guy Maddin y Evan Johnson, un exceso en toda regla solo comparable al de Peter Greenaway y su Eisenstein in Guanajuato, solo que esta última es tan imposible, tan anacrónica, tan disparatada, que acaba resultando simpática por momentos. Pero en el Forum estaba también una de las mejores películas vistas en Berlín, Queen of Earth, cuarto largometraje ya de Alex Ross Perry y una peculiar inmersión en el cine psicológico de los años sesenta y setenta. Perry sitúa a sus dos amigas protagonistas (Elisabeth Moss y Katherine Waterstone) en las orillas de un lago al que han ido a curarse las heridas que les han dejado sus respectivas relaciones de pareja. Filmada en 16mm, Queen of Earth supedita su clima, antes que a los recursos melodramáticos, a la música, la fotografía y a un montaje tan abrupto como voluntariamente efectista, proponiendo un ejercicio de estilo que confirma a Perry como uno de los jóvenes directores norteamericanos más personales y, en consecuencia, alejados de lo que la industria demanda.

Queen of Earth no había pasado por Sundance, era un estreno mundial y no acabo de entender por qué no estaba en la competición (¿Elisabeth Moss no era suficiente atractivo?), una competición que, como suele ocurrir en demasiadas ocasiones, confunde la diversidad geográfica con la diversidad estilística. Además de Taxi, de Asia llegaban otras tres películas que, con aciertos parciales, acabaron decepcionando. A la vietnamita Big Father, Small Father, de Phan Dang Di, se le notan en demasía sus infructuosos esfuerzos por adaptarse a ese modelo asiático (Apichatpong Weerasethakul en este caso) que los festivales europeos demandan. Por su parte, la japonesa Chasuke’s Journey, de Sabu, y la china Gone with the Bullets, de Jiang Wen, son dos muestras de género que deslumbran en sus minutos iniciales para hundirse rápidamente en un océano de confusión. Por el lado latinoamericano, El botón de nácar estaba acompañada por El club, una película que demuestra la afición de Pablo Larraín por la brocha gorda y su escasa capacidad para entender que el material que tenía entre manos solo era susceptible de llevarlo a buen término por la vía de la comedia (y los modelos son múltiples: Buñuel, Azcona, Ealing, Monicelli, etc) pero nunca por el de la denuncia chusca y grosera. Es innegable que este tipo de cine le está proporcionando grandes réditos a Larraín y en este caso El club se llevó el Oso de Plata gracias a un jurado que también quiso reconocer a la guatemalteca Ixcanul, de Jayro Bustamante, con el Alfred Bauer, una película que pone de manifiesto el paternalismo de los comités de selección de ciertos festivales (y de sus jurados). La historia que narra y su  folclorismo de manual serían difícilmente aceptables en una película de una cinematografía más o menos desarrollada. Como Ixcanul viene de Guatemala y Bustamante es originario de una comunidad indígena, la tolerancia es mayor y se acepta una película que hace retroceder el lenguaje cinematográfico un siglo, como poco.

Ocurre también con la italo-albanesa Vergine giurata, de Laura Bispuri, otra película que abusa del folclorismo, en este caso el de una región montañosa de Albania en el que las mujeres no tienen derecho alguno, ante lo cual algunas jóvenes se rebelan y, bajo la promesa de permanecer vírgenes el resto de sus vidas y ocultar su feminidad, adoptan roles masculinos. Bispuri reserva el papel protagonista a Alba Rohrwacher, lo que anula cualquier esfuerzo de verosimilitud: sabemos de antemano que es una mujer, que es en realidad italiana y no albanesa y que es uno de los rostros más conocidos del reciente cine italiano. ¿Todavía es posible hacer películas así, películas que no son conscientes de la impostura que llevan en su propia concepción? Siempre será preferible un remake tan innecesario  e intrascendente como Journal d’un femme de chambre, con el que Benoit Jacquot se atreve con la misma novela de Octave Mirbeau que en su día también llevaron a la pantalla Jean Renoir y Luis Buñuel, manteniendo su discurso anti-burgués y sin ninguna pretensión de trasladarla a la actualidad.

La película de Jacquot fue de las pocas de la competición que no se llevó ningún premio en el palmarés final. Al menos el jurado tuvo el buen gusto de premiar a Radu Jude por la dirección de Aferim!, una especie de western rumano ambientado en 1835 que narra la persecución por parte de un gendarme y su hijo de un esclavo gitano que se ha acostado con la mujer del señor feudal de la región. Filmado en blanco y negro, el viaje de ida y vuelta, tras la captura, está teñido de un humor desencantado, de un cierto sentimiento de inevitabilidad en un mundo que parece vivir todavía en plena Edad Media.  Under Electric Clouds, de Alexey German Jr., se va por el contrario a un futuro cercano (2017, el centenario de la Revolución) para retratar la Rusia de hoy en día, que no es muy distinta, por ejemplo, a la España actual, un país lleno de gigantescas infraestructuras que se quedaron a medio acabar. Estructurada en siete capítulos o historias, los distintos personajes se mueven por un mismo escenario invernal con un sentido de la puesta en escena profundamente coreográfico, lo que, en última instancia, le valió a la película de German Jr. un premio a la “contribución artística”.

A Terrence Malick no le quedó ni ese consuelo. Knight of Cups es un retrato de Los Ángeles a partir de la figura de un guionista (Christian Bale) que fue recibido, lo que ya no es noticia, con la mayor de las animosidades. Los festivales se están convirtiendo en un territorio hostil para un Malick que parece haber sobrepasado el punto de no retorno en lo que concierne a la narración. Knight of Cups no es otra cosa que el paso lógico que, tras El árbol de la vida y To The Wonder, le ha conducido a la demolición de cualquier vínculo con el relato tradicional. Liberado del guión, su cine parece por fin sustentarse únicamente en la improvisación, el montaje y la música, su principal hilo conductor; quizás a lo que Malick siempre aspiró y que con Knight of Cups, gracias en buena medida a su estructura en capítulos muy breves, alcanza un singular equilibrio. Menos brillante que El árbol de la vida, Knight of Cups es sin embargo la película más orgánica y perfecta de esta fructífera etapa de su carrera. Quedan todavía los personajes y las estrellas que posibilitan la generosa financiación de sus películas: Bale, Cate Blanchett, Natalie Portman, Antonio Banderas, entre muchos otros. Parece su último nexo con el cine industrial tal y como lo conocemos.

Un último apunte sobre una película que figuraba en la sección oficial aunque fuera de concurso, Everything Will Be Fine, de Wim Wenders, en mi opinión una de las pequeñas sorpresas del festival y puede que su mejor película en los últimos veinticinco años. Sin ser una película perfecta, el guión de Bjorn Olaf Johannessen pone en bandeja a Wenders la historia de un novelista que ve impulsada su carrera gracias a un trágico accidente. La utilización del 3D resulta a todas luces incomprensible y James Franco no consigue dotar de la suficiente profundidad a un personaje al que interpreta durante un arco temporal de doce años, pero, en contraste con Malick, hay en Everything Will Be Fine una vocación narrativa, el deseo de contar una historia con muchas implicaciones y derivas, una historia profundamente literaria y sin ninguna falsa pretensión, que es muy de agradecer. La película nos reserva además uno de los mejores chistes escuchados en todo el festival cuando, discutiendo de literatura, Charlotte Gainsbourg le pregunta a James Franco: “¿Te gusta Faulkner?”

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